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10

September

2003

LA RESPONSABILIDAD «OBJETIVA» DEL ABOGADO EN EL EJERCICIO DE SU PROFESIÓN

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Por JOAQUIM MARTI MARTI.

Abogado. Profesor colaborador Derecho Civil. Universidad de Barcelona

La extensión de las obligaciones contractuales derivadas de la relación contractual establecida entre el Abogado y su cliente y las diferentes resoluciones jurisprudenciales que se han pronunciado sobre la materia constituyen el objeto del presente estudio. La jurisprudencia sobre responsabilidad del Letrado por error procesal, en particular, se analiza a partir de la Sentencia del Tribunal Supremo de 4 de junio de 2003 (LA LEY, 2003, 2325) que considera negligente la actitud del Abogado por presentación del escrito de preparación del recurso de casación fuera de plazo.

SUMARIO: I. Introducción.--II. La responsabilidad médica.--III. La profesión de abogado.--IV. Responsabilidad civil del abogado.--V. La lex artis como obligación contractual.--VI. La llamada pérdida de oportunidad del cliente.--VII. El daño indemnizable es el daño moral.--VIII. La culpa «objetiva».--IX. La responsabilidad de aparejador y arquitecto.

o I. INTRODUCCION

Mucho se ha escrito sobre la responsabilidad por los daños derivados del ejercicio de una profesión. La responsabilidad médica, la de los profesionales que intervienen en la construcción de un edificio. En este artículo trataremos y estudiaremos la responsabilidad del abogado en el ejercicio de su profesión.

El art. 1101 del Código Civil contiene la regulación legal de los efectos del incumplimiento de las obligaciones derivadas de contrato, cuyo equivalente en cuanto a las extracontractuales se regula en el art. 1902.

La doctrina de la responsabilidad extracontractual es «objetiva», de tal modo que todo daño o lesión sufrida debe ser indemnizada, sólo en algunos casos la culpa de la víctima exonera de responsabilidad al que se le imputa el daño, en otros la culpa de la víctima no es suficiente para liberar de responsabilidad sino que motiva la concurrencia de culpas y la coparticipación en el importe de la valoración del daño causado.

Si ese nivel de protección frente al que sufre el daño o lesión es tan elevado que aun en el caso de coparticipar en la culpa no se exonera de responsabilidad al causante, ¿tiene el daño contractual la misma respuesta?

Cabe presumir que si de la ausencia de vínculo contractual se objetiviza el daño y se le imputa «objetivamente» al causante, en la relación contractual será mayor la protección al que se le ha causado un daño. Si la relación es contractual, el daño y perjuicio derivado del incumplimiento de las obligaciones del contrato conllevará un plus de responsabilidad para el que lo ha incumplido.

o II. LA RESPONSABILIDAD MEDICA

A esta conclusión se llega tras el estudio de la responsabilidad médica. Si bien la obligación «contractual» del médico es de medios y no de resultado, la responsabilidad por el mal resultado es equiparable a la que resulta de aplicar los principios de la responsabilidad «extracontractual» objetiva.

Pueden referirse ciertos «beneficios» en la responsabilidad médica en relación a los casos de culpa extracontractual. En primer lugar la culpa del médico (término que utiliza la jurisprudencia) ha de ser aportada por quien la invoca, no siendo apreciable en esta materia ninguna presunción o inversión de la carga de la prueba en contra del facultativo (SSTS de 6 de noviembre de 1990, 8 de octubre de 1992, 2 de febrero y 23 de marzo de 1993, 29 de marzo de 1994, 16 de febrero de 1995, 27 de junio de 1997 y 13 de abril de 1999). No obstante, en gran parte de estas sentencias, se imputa al médico el inadecuado diseño de una intervención o una inidónea planificación de la intervención quirúrgica.

Es decir, la obligación contractual es de medios, pero si se demuestra que el medio es inidóneo el médico responde del resultado.

Ello ocurre así en la totalidad de los casos en los que la intervención quirúrgica es de las llamadas satisfactivas. Es decir, en aquellos casos en los que el paciente acude al médico para una intervención que le vaya a satisfacer una pretensión o resultado. Y no sólo estético, sino una pretensión o resultado que pretende mejorar una situación anterior deficiente o no plenamente satisfactoria. A nuestro entender y con un ánimo simplificador, según los criterios utilizados por la jurisprudencia, estaría dentro de este concepto toda intervención quirúrgica que no fuera motivada por un ingreso urgente y traumático del paciente. Es decir, toda intervención quirúrgica que no hubiera podido ser planificada con antelación y se hubiera ejecutado por entrada urgente del paciente.

Si la intervención se ha podido planificar, y fruto de esa planificación el resultado es inidóneo, entonces se considera que se ha incurrido en cumplimiento inexacto del contrato y en la obligación de indemnizar por ello.

El Tribunal Supremo tiene establecido que en la cirugía satisfactiva la obligación de medios (a nuestro entender la obligación de resultado) se intensifica, porque sin perder tal carácter resulta exigible una mayor garantía en la obtención de un resultado (SSTS 13 de octubre de 1992, 15 de febrero de 1993, 1 de junio y 25 de abril de 1994, 12 y 29 de julio del mismo año, 11 de febrero y 27 de junio de 1997). En este sentido resulta ejemplificadora la sentencia de 11 de febrero de 1997 que distingue aquellos supuestos de cirugía asistencial, en los cuales se identificaría la prestación del profesional con la locatio operarum, de los de cirugía satisfactiva, identificados con la locatio operis; supuestos estos últimos en los que cabría exigir un plus de responsabilidad en la obtención del buen resultado o el cumplimiento exacto del contrato.

Otra de las cuestiones que imperan el contenido negocial entre el médico y el paciente y que son causa de responsabilidad para con el segundo, es el llamado principio de información al paciente.

Según la jurisprudencia el médico tiene la obligación de informar al paciente de modo suficiente de los posibles riesgos sobre la intervención a la que se le va a someter, de modo que pueda dar a la misma una conformidad fundada en el conocimiento exacto de dichos efectos y asumiendo el riesgo de que llegaran a hacerse realidad (SSTS 25 de abril de 1994, 28 de diciembre de 1998, 19 de abril y 10 de noviembre de 1999). En este caso, además, incumbe al profesional la carga de la prueba del cumplimiento del deber de referencia; y, en segundo lugar, el deber de información existe tanto en la cirugía satisfactiva como asistencial.

Tenemos, pues, dos grandes principios en los que se mueve la responsabilidad médica, la medicina satisfactiva, definida como aquella actuación voluntaria del paciente y que se plasma en un contenido negocial con el médico, y la obligación de información de riesgos por parte del médico al paciente.

Finalmente, el daño está perfectamente cuantificado, la jurisprudencia atiende al coste de la operación de restitución y a las circunstancias concurrentes, tales como la edad de la paciente, el indiscutible sentimiento de frustración por las legítimas expectativas de mejora y la incidencia que necesariamente ha tenido todo ello en la autoestima y vida personal y familiar de la paciente, para determinar el importe exacto de la indemnización reparadora del daño causado. En definitiva, para calcular la suma de responsabilidad.

o III. LA PROFESION DE ABOGADO

Cuando uno se imbuye de los conceptos que se les aplican a los médicos en su responsabilidad y pretende encontrar parangón en la profesión de abogado, puede encontrarlo.

En ambos casos acuden los clientes con circunstancias personales y patrimoniales verdaderamente catastróficas, con situaciones límite, de verdadera dejadez; no acuden al profesional hasta la fase terminal de su situación, sólo cuando el asunto está a punto de no tener solución.

El cliente previsor, el que se anticipa al problema, y lo expone al abogado antes de que aparezcan incumplimientos definitivos, y de una forma concreta, concisa y ordenada, es el que todo abogado desearía tener en su despacho pero el que, desgraciadamente, es más difícil de encontrar. Incluso el mismo cliente que encomienda al abogado una actuación concreta, llega al cabo del tiempo al despacho con otro asunto, del que se auto-asesoró y del que no comentó nada al abogado en su momento porque pensó que podía solucionarlo con la aplicación analógica del otro asunto.

Utilizando, pues, la terminología que ha acuñado la jurisprudencia para la responsablidida médica, para la intervención profesional del abogado también podría hablarse de intervención judicial asistencial que podría ser aquella en la que la intervención procesal del cliente viene impuesta y obligada por las circuntancias; y de una intervención judicial satisfactiva que sería aquella en la que la intervención en el proceso pretende, precisamente, mejorar una situación preexistente, y en la que lo que se pretende con el proceso es satisfacer una mejor posición personal o patrimonial del cliente, pero que sin que pueda referirse a una verdadera e imperiosa necesidad de acudir a la administración de justicia y al proceso para una solución de una controversia.

Podemos estar pensando en el retracto de colindantes, las demandas de mayor cabida, la de reclamación de frutos, o incluso las de discusión del justiprecio en expropiaciones, etc. Es decir, supuestos en los que se pretende la satisfacción de una mejora en la posición del cliente, pero en las que si no se acude al proceso no se queda en situación desvirtuada.

Entonces, ¿podemos utilizar los criterios jurisprudenciales aplicados al médico para contornear la responsabilidad del abogado? Hasta el momento no.

o IV. RESPONSABILIDAD CIVIL DEL ABOGADO

Tal y como se le exige al médico, al abogado se le impone el deber y la obligación de la diligencia profesional. Según tiene establecido el Alto Tribunal en la sentencia de 4 de febrero de 1992, «las normas del Estatuto General de la Abogacía imponen al Abogado actuar con diligencia, cuya exigencia debe ser mayor que la propia de un padre de familia dados los cánones profesionales recogidos en su Estatuto. Cuando una persona sin formación jurídica ha de relacionarse con los Tribunales de Justicia, se enfrenta con una compleja realidad, por lo que la elección de un abogado constituye el inicio de una relación contractual basada en la confianza, y de aquí, que se le exija, con independencia de sus conocimientos o del acierto en los planteamientos, diligencia, mayor aún que la del padre de familia».

Es decir, el prólogo de la responsabilidad del abogado es el mismo que el de cualquier otra responsabilidad contractual, al imponerse la obligación del cumplimiento perfecto de las obligaciones contractuales, utilizando, con pericia, aquellos conocimientos que por razón del contrato debe exteriorizar. Así, el cumplimiento perfecto del contrato es el que libera de responsabilidad al que lo cumple.

Para el caso del abogado, el cumplimiento del contrato supone que éste haya utilizado con pericia todos sus conocimientos en los procesos, vías, instancias y trámites que se hayan sustanciado hasta la completa resolución del encargo. Otra cosa será la resolución final de ese encargo. Si la resolución última viene de otro órgano, difícilmente se le podrá exigir responsabilidad al abogado en relación al sentido final de esa resolución. Eso sí, habrá de haberse llegado a esa resolución con el procedimiento más adecuado posible, el que sea más acorde con el cumplimiento perfecto del contrato, y tras la aplicación por parte del abogado de los correctos argumentos de hecho y de derecho.

Esta vendría a ser una primera aproximación a lo que exige la jurisprudencia. El Tribunal Supremo en sentencia de 8 de abril de 2003 define claramente la atribución de la función del abogado como la propia de elección del mejor medio procesal en defensa de la situación de su cliente, sin que deba responder de la decisión final del órgano judicial si ésta no se ve condicionada por una mala elección del procedimiento por parte del abogado.

Para el Alto Tribunal la obligación que asume el abogado que se compromete a la defensa judicial de su cliente no es de resultados, sino de medios (como al médico), por lo que sólo puede exigírsele (que no es poco) el patrón de comportamiento que en el ámbito de la abogacía se considera revelador de la pericia y el cuidado exigibles para un correcto ejercicio de la misma. No se trata, pues, de que el abogado haya de garantizar un resultado favorable a las pretensiones de la persona cuya defensa ha asumido, pero sí que la jurisprudencia le va a exigir que ponga a contribución todos los medios, conocimientos, diligencia y prudencia que en condiciones normales permitirían obtenerlo.

Pero esta exigencia no se queda en un cuidado en no perjudicar el proceso y en que su conducta no sea la causante directa de un desastre procesal. Y ello es así por cuanto, como veremos, la jurisprudencia le exige al abogado la correcta fundamentación fáctica y jurídica de los escritos de alegaciones, la diligente proposición de las pruebas y la cuidadosa atención a la práctica de las mismas, la estricta observancia de los plazos y términos legales, y demás actuaciones que debería utilizar el abogado para que, en principio, pueda vencer en el proceso.

El término que define, según la jurisprudencia del Alto Tribunal, la exigencia del comportamiento del abogado en el proceso es el de lex artis. Es decir, debe utilizar la prueba circunstancial, el cauce legal, la argumentación fáctica y jurisprudencial y todo ello dentro del plazo legal.

o V. LA LEX ARTIS COMO OBLIGACION CONTRACTUAL

En el caso de la sentencia del Tribunal Supremo de 8 de abril de 2003, y de la que se ha hecho mérito en el anterior punto, el abogado a quien el demandante de responsabilidad había encomendado la impugnación de los acuerdos adoptados por el Jurado Provincial de Expropiación en los expedientes de justiprecio de fincas afectadas por la ejecución de determinadas obras, omitió la proposición de una prueba pericial contradictoria, que según el Tribunal Supremo era necesaria para desvirtuar la presunción de acierto de que gozan los citados acuerdos.

Pero la vulneración de la lex artis no consistió en no probar la valoración de los recurrentes sino en que la prueba de la valoración pericial utilizada para sostener el justiprecio solicitado fue un dictamen elaborado extrajudicialmente y adjuntado en el escrito de demanda de recurso contencioso como prueba documental. Para el Alto Tribunal con esa actuación se eliminó cualquier posible intervención de la contraparte y se prescindió de toda garantía acerca de la imparcialidad de su autor, punto esencial por ser el perito un asesor del juez en materias que no domina, respecto a la cual la LEC, norma a la que reconducía, sobre este particular, la reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, establecía un cuidadoso sistema de designación y de posibilidades de recusación de quienes habían de emitir el informe, así como de oportunidades para que las partes pudiesen formular aclaraciones, que tendían a eliminar cualquier clase de indefensión. Es decir, el error consistió no en la falta de prueba, sino en la prueba con un medio inadecuado.

En la sentencia del Tribunal Supremo de 26 de enero de 1999, el Alto Tribunal llega a la misma conclusión que la Audiencia Provincial de que perfeccionado entre el actor, hoy recurrente, y el demandado, hoy recurrido, un contrato de arrendamiento de servicios, éste incurrió en la culpa o negligencia que le imputa el recurrente en el desempeño de sus deberes profesionales al no interponer el recurso de revisión a que se había comprometido.

En la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de diciembre de 1996, el Alto Tribunal imputa negligencia profesional al abogado por carencia de petición de medidas de aseguramiento sobre bienes, dejar prescribir el delito de alzamiento de bienes, siendo conocedor de las ventas fraudulentas y elección equivocada del tipo de procedimiento.

La sentencia de 3 de octubre de 1998 manifiesta que un Abogado, en virtud del contrato de arrendamiento de servicios, a lo que se obliga es a prestar sus servicios profesionales con la competencia y prontitud requerida por las circunstancias del caso, y, en esta competencia se incluye el conocimiento de la legislación y jurisprudencia aplicables al caso y su aplicación con criterios de razonabilidad si hubiese interpretaciones no unívocas.

En la sentencia de 15 de mayo de 1999, el Tribunal Supremo considera negligente la actitud del abogado ya que no cabe duda alguna de que en la carta que les remitió (a los clientes) no debió haberse limitado a aconsejar que no merecía la pena recurrir el auto de sobreseimiento de las referidas actuaciones penales, en cuanto que en buena técnica jurídica y en cumplimiento del deber de confianza que en él habían depositado sus clientes y a tenor de la diligencia correspondiente al buen padre de familia que impone el art. 1104 del CC, tendría que haber extendido el consejo a las posibilidades de defensa de una reclamación en el orden civil por culpa contractual o extracontractual, y a la conveniencia de mantener una entrevista con el matrimonio para explicarles con detalle el alcance y significado de tales posibilidades, proceder el así indicado que, indudablemente, se habría acomodado al correcto y normal cumplimiento de las obligaciones deontológicas inherentes al ejercicio de la Abogacía rectamente entendida.

En la sentencia del Tribunal Supremo de 4 de junio de 2003, la sentencia más reciente en materia de responsabilidad civil de abogado, el Alto Tribunal considera negligente la actitud del abogado por presentación del escrito de preparación del recurso de casación fuera de plazo.

En el estudio de jurisprudencia de Audiencias Provinciales, encontramos otros supuestos, como el de la sentencia de la Sección 11.ª de la Audiencia Provincial de Barcelona de 6 de septiembre de 2001, que considera negligencia profesional del abogado que si bien actúa correctamente en las negociaciones con las entidades aseguradoras, no actúa debidamente al no interrumpir la prescripción mediante la interposición del juicio declarativo.

En jurisprudencia menor existen casos en los que se imputa negligencia al abogado por la no presentación de un documento consustancial, cual es el título de propiedad, conjuntamente con la demanda y ser ésta la causa de la desestimación de la acción declarativa planteada.

Aparece, pues, perfectamente definida la exigencia del letrado, que tiene un deber de fidelidad con el cliente y que le impone una ejecución óptima del servicio contratado, en este caso del encargo de defensa del cliente con la adecuada preparación tanto en el fondo como en la forma para un cumplimiento correcto y adecuado del servicio o encargo.

Tenemos, pues, una definición del concepto muy avanzada, tanto como en la responsabilidad médica, y siguiendo los parámetros y criterios jurisprudenciales de la responsabilidad extracontractual objetiva.

Así, pues, al ejercicio de la profesión de abogado le es aplicable la máxima jurisprudencial de que cuando una persona utiliza los servicios de un abogado reúne la condición de usuario y que tiene el derecho a ser indemnizado de los daños y perjuicios que les irroguen la utilización de los servicios, a excepción sabida de los que estén causados por culpa exclusiva de la víctima. Nada que diferenciar, pues, con el criterio general de responsabilidad objetiva por daños.

o VI. LA LLAMADA PERDIDA DE OPORTUNIDAD DEL CLIENTE

El siguiente paso consistirá en la concreción del daño, en la identificación de esa lesión patrimonial en la persona del cliente que motiva la responsabilidad del abogado y el deber de indemnización.

En la responsabilidad médica el daño se cuantifica mediante la indemnización de las secuelas resultantes de la intervención quirúrgica defectuosa, el coste de la operación de la restitución de esas secuelas, añadidas unas circunstancias concurrentes como la edad de la paciente, su vida personal y familiar los perjuicios de índole físico como psicológico. Un completo estudio de la jurisprudencia de responsabilidad médica nos puede llegar a conferir un cuadro objetivo y económicamente concreto de lo que se valora y se indemniza una secuela determinada.

¿Ocurrirá lo mismo en la responsabilidad del abogado? ¿cómo se valora el daño por dejar prescribir una acción de responsabilidad civil? En definitiva, ¿es la suma de responsabilidad civil que debería recibir el cliente la valoración del daño que ha causado el abogado por dejar prescribir la acción?, ¿el recurso de casación fuera de plazo conlleva la indemnización por el daño que al cliente se le causa por no haberse fijado el mismo por el tribunal al que se acudió?, ¿la diferencia entre el justiprecio del Jurado Provincial de Expropiación y el peritaje que aportó en la demanda nos serviría para cuantificar el daño por el mal uso del abogado de las reglas procesales?

Al fin y al cabo al letrado se le ha exigido el completo conocimiento de todos los condicionantes que conforman la lex artis, todas las exigencias de los plazos, los conductos adecuados, la forma de proponer y practicar la prueba; entonces, ¿si no lo hace responde de la lesión causada al cliente en la forma de la expectativa que ha dejado de obtener en el proceso perdido?

En la responsabilidad médica se utiliza el término frustración de las legítimas expectativas de mejora de la paciente. Entonces, ¿es legítima la expectativa del cliente que no encuentra éxito en su acción por la mala arte del abogado?

Hasta el momento no, tal y como se ha avanzado anteriormente. La jurisprudencia hasta este momento ha acuñado un concepto que impide el paso directo a la valoración del daño como el causado por el éxito del proceso que trae causa. Se trata del concepto de la oportunidad procesal perdida. Es decir, la jurisprudencia hasta la fecha tan sólo imputa al abogado negligente la pérdida de la oportunidad de satisfacción de los intereses de su cliente. En resumen, no le imputa la pérdida de los intereses en litigio sino que su cliente no pueda discutirlos ni reclamarlos judicialmente.

No se imputa directamente el daño al abogado al entender que hay un paso intermedio que salvar, no se puede saber a ciencia cierta el resultado definitivo del pleito principal y la repercusión de la lex artis si ésta hubiera sido la correcta.

La cuestión en debate y la atribución de la culpa al abogado aparece perfectamente definida en la sentencia del Tribunal Supremo de 4 de junio de 2003. Es la última sentencia que se ha dictado para la fijación de los criterios para la cuantificación de los daños causados por el abogado que presenta una demanda o interpone un recurso fuera de plazo, y en ésta el Alto Tribunal parece advertir: cuando el órgano judicial enjuicia la posible responsabilidad del abogado por no entablar una demanda a tiempo --la acción prescribe o caduca-- o por no interponer un recurso dentro del plazo establecido, puede o no --o tiene o no-- que realizar ese órgano judicial una «operación intelectual» consistente en determinar con criterios de pura verosimilitud o probabilidad cuál habría sido el desenlace del asunto si la demanda se hubiese interpuesto o el recurso se hubiese formulado a tiempo.

Las dos soluciones jurisprudenciales aparecen perfectamente expuestas por el Alto Tribunal: Si se contesta afirmativamente a esta pregunta, el juzgador podría condenar al abogado a satisfacer a su cliente una indemnización equivalente al interés que se hallaba en juego, o bien reducirla prudencialmente en función de la mayor o menor dosis de probabilidad de éxito que el propio juzgador estime que habría tenido la demanda o el recurso intempestivos. Si la respuesta es negativa, el juez deberá establecer una indemnización a favor del cliente basada en una muy subjetiva apreciación de lo que para éste ha supuesto haberse privado de la posibilidad de éxito en un juicio no entablado o en un recurso no promovido.

Tengamos presente que hasta la sentencia de 4 de junio de 2003 la respuesta ha sido siempre negativa. Por ello hemos ido repitiendo a lo largo de este artículo que hasta el momento no. Lo que induce un cierto cambio jurisprudencial es la duda que plantea el Tribunal Supremo, ¿la respuesta es afirmativa o negativa?

En los casos se han expuesto anteriores a la citada sentencia del Tribunal Supremo, la respuesta ha sido negativa, así por ejemplo en la sentencia de 14 de mayo de 1999 donde el letrado no informó a sus clientes de la opción de acudir a la vía civil tras el sobreseimiento penal, el Alto Tribunal concluye: «La conducta del abogado ha producido un daño objetivo, impidiendo el ejercicio de una acción legítima y adecuada a las circunstancias del caso, sin que sean atendibles especulaciones en torno a si pudiera existir una responsabilidad contractual o no, en la conducta de los propietarios de las piscinas...».

Es decir, en mayo de 1999 el Alto Tribunal resolvía que no se podía entrar en especulaciones sobre si el fondo del proceso principal era viable o no; en cambio, en junio de 2003 ya se pregunta si con criterios de pura verosimilitud o probabilidad del proceso o demanda no interpuesta el desenlace del mismo hubiera supuesto una mejora en la posición del cliente.

Hasta ahora sólo se ha imputado al abogado lo que el Alto Tribunal había definido en la sentencia de 26 de enero de 1999, en el asunto en el que el abogado no interpuso el recurso de revisión al que se había comprometido, como la frustración de las expectativas generadas en el recurrente por las posibilidades de éxito del recurso de revisión nonato... supuso la pérdida de un oportunidad procesal.

Es decir, hasta la sentencia de 4 de junio de 2003 la solución indubitada siempre giraba en torno a imputar al abogado la pérdida de la oportunidad, y nunca se intentó entrar en la discusión de la verosimilitud de esa oportunidad.

En la sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de 6 de septiembre de 2001 al letrado que no demanda a la compañía aseguradora, se hace eco de la jurisprudencia del Tribunal Supremo y concluye claramente que los daños y perjuicios no pueden pretender sustituir lo que pudiera haber sido el resultado definitivo del pleito no planteado, criterio que es seguido por las SSTS 16 de febrero de 1996 y 20 de mayo de 1966 al insistir que la indemnización no puede consistir en lo que los actores hubieran podido percibir en el juicio determinante de la responsabilidad enjuiciada, trasponiendo a este pleito aquella indemnización... y en la sentencia de 28 de enero de 1988 se dice que «nadie puede prever con absoluta seguridad que aquella reclamación va a ser obtenida».

Es decir, parece que estaba asentada la respuesta negativa a la pregunta que se hace el Alto Tribunal en la sentencia de 4 de junio de 2003, pero se intuye que el criterio jurisprudencial apunta a un cambio. Ya no se utilizan términos como absoluta seguridad de que va a ser obtenida o que sean atendibles especulaciones en torno a si pudiera existir o no.

Entendemos, pues, un cierto cambio jurisprudencial en los planteamientos, ya no tan rotundos y cada vez más insistentes con la exigencia de la pericia en la lex artis del ejercicio de la profesión de abogado. No obstante, la respuesta a la repetida pregunta de la sentencia de 4 de junio de 2003 es la de continuar imputando al abogado tan sólo la pérdida de oportunidad que se ocasionó al cliente quien por la impericia o la falta de diligencia del abogado cuyos servicios profesionales había solicitado no pudo acceder a los Tribunales en condiciones imprescindibles para demandar la tutela de sus intereses.

Es lo que ya definió el Alto Tribunal en la sentencia de 26 de enero de 1999: la pérdida de la oportunidad procesal que todo recurso como extraordinario confiere, objetiviza la producción del daño y la necesidad de su reparación, daño imputable a quien con su conducta negligente omitió la realización del encargo aceptado, sin que consten ni se hayan probado excusas justificadas sobre la no interposición del recurso comunicadas a tiempo a la otra parte.

Es decir, hasta el momento el Alto Tribunal entiende que la imputación de la mera pérdida de oportunidad no significa que la responsabilidad del abogado desaparezca o disminuya sino que únicamente da lugar a que deba ser contemplada desde diferente punto de vista (STS 8 de abril de 2003).

o VII. EL DAÑO INDEMNIZABLE ES EL DAÑO MORAL

En la sentencia del Tribunal Supremo de 4 de junio de 2003 se resuelve que el perjuicio a indemnizar consiste en privar del derecho de acceso a los recursos o de la tutela judicial efectiva, que es subsumible en la noción de daño moral.

Es decir, este diferente punto de vista y esta disyuntiva de considerar si el abogado responde o no del proceso que se le encarga, obliga a cuantificar y delimitar el daño por su conducta negligente y conceptuarlo como daño moral. La solución, pues, es la de que el Juez señale a favor del cliente una indemnización (también de discrecional estimación) por el daño moral que al cliente le ha supuesto verse privado de la oportunidad de acceso a la Justicia a la que tiene derecho.

Por todo ello, más que tratar de determinar cuál podría haber sido el desenlace de la contienda judicial precedente, el Alto Tribunal entiende que es más indicado tener en cuenta el daño moral que se ha ocasionado por la pérdida de oportunidad al no haber podido acceder al ámbito judicial en las condiciones que se consideran normales dentro del ejercicio de la profesión de abogado.

Ahora bien, para la cuantificación de ese daño moral sí tienen en cuenta los criterios de verosimilitud y prosperabilidad del proceso del que trae causa.

Es decir, la pregunta que se hace el Tribunal Supremo se acaba respondiendo negativamente para no hacer coincidir la suma de la indemnización con la suma de la pretensión de la demanda no presentada, del recurso no interpuesto o de la acción caducada. Pero sí tiene en cuenta el Alto Tribunal la prosperabilidad de la acción, la cuantía de la pretensión, y otras cuestiones subjetivas para cuantificar el daño moral de la pérdida de oportunidad.

Una de las sentencias más atrevidas en esta cuantificación del daño moral por la pérdida de la oportunidad es la referida sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona, Sección 11.ª, de 6 de septiembre de 2001, donde la Sala cuantifica el daño moral, dando por sentado que la indemnización no puede consistir en lo que los actores hubieran podido percibir en el juicio determinante, pero resuelve que el profesional «con el incumplimiento culpable de su obligación ha impedido la posibilidad de conseguirla, con lo que además ha vulnerado el derecho del perjudicado a la tutela judicial efectiva, siendo correcta la condena a aquella prestación que, con su conducta culpable, ha impedido incluso la posibilidad de obtener, y en base a esta doctrina jurisprudencial la Juzgadora de instancia fija la indemnización en la cuantía de 10.000.000 ptas., valoración que esta Sala comparte, pues si bien dicha indemnización no podía conseguirla en el juicio ejecutivo, al ser nulo el título, sí que la hubiera podido obtener en el declarativo, no sujeto a baremo alguno, al no ser una cantidad desorbitada y sí razonable y ajustada a la que se concedía en la fecha en que ocurrieron los hechos, teniendo en cuenta la edad de la víctima (30 años) y que dejaba una hija huérfana...».

En esta sentencia la Audiencia de Barcelona bajo la apariencia de la mera imputación por daño moral parece responder afirmativamente a la pregunta que se hace el Tribunal Supremo en su sentencia de 4 de junio de 2003, al realizar claramente una operación intelectual consistente en determinar con criterios de pura verosimilitud o probabilidad cual habría sido el desenlace del asunto. Tanto es así que tiene en cuenta la fecha en que ocurrieron los hechos, la edad de la víctima y que dejaba una hija huérfana.

El Tribunal Supremo, en su sentencia de 26 de enero de 1999 por la no interposición del recurso de revisión por parte del abogado, el daño moral fue valorado en relación a la cantidad total reclamada y discutible prosperabilidad del mismo en la suma de un millón doscientas cincuenta mil pesetas.

En la discusión de la valoración del justiprecio por parte del Jurado Provincial de Expropiación a la vista de las diversas instancias a las que ha debido recurrirse durante un prolongado período de tiempo, al Alto Tribunal le parece adecuado fijar el daño moral en tres millones de pesetas.

En la sentencia de 4 de junio de 2003 el daño moral producido por la privación del derecho al recurso que tenía a su favor el cliente se valora libre y razonablemente en dos millones de pesetas para cada uno de los afectados.

o VIII. LA CULPA «OBJETIVA»

Así pues, en definitiva y aunque sea para la simple valoración del daño moral, existen incursiones en los conceptos intelectuales de prosperabilidad de la acción principal. Se tiende, pues, a un concepto cada vez más cercano a la culpa objetiva y a que todo daño debe indemnizarse.

A nuestro entender existen unos conceptos que se van vertiendo en las sentencias referidas que hacen entender que cada vez se impondrá al abogado negligente la trasposición de la cuantía de su error profesional.

En primer lugar, el concepto de lex artis no sólo incluye presentar un escrito dentro de plazo, sino presentarlo con la adecuada exposición de los hechos, fundamentos de Derecho, jurisprudencia aplicable y correcto detalle del suplico para que todo ello pueda permitir al tribunal fallar a favor de la pretensión del cliente, además de informarle en caso de desestimación de dicha pretensión y ofrecerle vías alternativas.

En segundo lugar, en la cuantificación del daño, que en un principio se limitaba al daño moral valorado en razones de equidad, empiezan a introducirse los criterios que motivaron el proceso causante, preguntándose el Tribunal Supremo en su sentencia más reciente si a la conducta negligente del abogado se le deben aplicar operaciones intelectuales para determinar la verosimilitud o probabilidad del proceso que no instó o que erró en su planteamiento.

Parece pues que se van introduciendo los criterios de la responsabilidad médica, los de la necesidad de obtención de un resultado, al arrendamiento de servicios entre cliente y abogado.

Se ha concluido en este artículo que, hasta el momento, no se imputa al abogado el daño que pueda haber causado por su negligencia en la actuación de defensa de su cliente. Pero tras el estudio de todos los conceptos de la responsabilidad objetiva del abogado en el ejercicio de su profesión puede determinarse que a esa conclusión se llega por faltar un único requisito para que la responsabilidad objetiva sea plena y total y que sólo se le condene por daño moral.

Habrá pues que adecuar la lex artis en nuestra intervención en defensa de los clientes a lo que ha calificado la jurisprudencia del Tribunal Supremo como que la relación contractual entre Abogado y cliente es de contrato de prestación de servicio que define el art. 1544 del Código Civil, la prestación de servicio como relación personal intuitu personae incluye el deber de fidelidad que deriva de la norma general del art. 1258 del Código Civil y que imponen al profesional el deber de ejecución óptima del servicio contratado, que presupone la adecuada preparación profesional y supone el cumplimiento correcto, de ello se desprende que si no se ejecuta o se hace incorrectamente, se produce el incumplimiento total o el cumplimiento defectuoso de la obligación que corresponde al profesional (SSTS 28 de enero y 9 de septiembre de 1998).

Equiparada la relación abogado-cliente a cualquier otra relación de usuario de servicio, tan sólo nos queda el privilegio de que los tribunales continúen entendiendo que la responsabilidad debe entenderse desde diferente punto de vista, ya que en el momento en que ese punto de vista jurisprudencial cambie, resultará de plena aplicación la responsabilidad objetiva sobre el perjuicio causado en el procedimiento cuya actuación no fue correcta. Como hemos advertido en este artículo, existen ya ciertas incursiones en la responsabilidad objetiva y en la trasposición de la responsabilidad en la cuantificación de la pretensión del cliente que ha quedado insatisfecha por la mala lex artis.

Cabrá ajustar la prestación del servicio al cliente a los parámetros de cualquier otra prestación de servicios, entendiendo que la lex artis a utilizar debe ajustarse a los mismos parámetros que la actuación médica. Tanto es así que, como se ha advertido en la cirugía satisfactiva, se impone al médico el deber ineludible de información, previa a la intervención, de los riesgos de la misma. Pues bien, el Tribunal Supremo en la sentencia de 14 de mayo de 1999 traspasa esa obligación de información a la relación abogado-cliente: Un abogado para cumplir los requisitos de diligencia especial hacia sus clientes, debe cerciorarse que sus clientes están perfectamente informados, cada vez que los avatares procesales abren una nueva etapa esencial para sus intereses, de lo que ello implica o a los mismos pudiera afectar.

La pretensión de este artículo se verá colmada con la advertencia sobre el contenido del mismo y sobre la puesta en conocimiento de que en un futuro inmediato los tribunales pueden resolver en sentido afirmativo a la pregunta que se hace el Tribunal Supremo en su última sentencia sobre responsabilidad civil de abogado.

o IX. LA RESPONSABILIDAD DE APAREJADOR Y ARQUITECTO

No sólo las profesiones de abogado y médico se ven afectadas por las pretensiones de responsabilidad civil ante un daño causado al que contrata el servicio.

La responsabilidad por vicios en la construcción es una responsabilidad perfectamente asentada y delimitada hacia los profesionales intervinientes a conocer las normas tecnológicas de la edificación y vigilar que la realidad constructiva se ajuste a su lex artis que en modo alguna le es ajena (STS 5 de octubre de 1990).

A estos profesionales se les imputa directamente la responsabilidad del art. 1591 del Código Civil, que establece responsabilidades individuales a cada uno de los agentes que intervienen en la construcción según que los vicios que ocasionen la ruina del edificio sean debidos a vicio del suelo o de dirección, en cuyo caso responderá el arquitecto, en cambio si la falta se debiere a vicios en los materiales empleados, proporciones y mezclas y en la correcta ejecución de las actividades constructivas, responderá el aparejador, al proyectar su deber de responder, en relación a los resultados dañosos que se ocasionen, sobre errores, defectos o vicios de las edificaciones en las que intervienen, debidamente contratados por los promotores.

A éstos no se les sanciona con el daño moral causado por la pérdida de habitabilidad del edificio sino directamente con el importe de las reparaciones a efectuar por un tercero para la completa subsanación de los vicios constructivos.

o X. EL RESARCIMIENTO DEL DAÑO

No obstante lo expuesto, no hemos tratado de reflejar privilegios o beneficios en la aplicación de la responsabilidad objetiva por actuación negligente, sino de plasmar los diferentes puntos de vista en la cuantificación del daño.

El daño moral sólo se aplica, como concepto satisfactorio de la lesión, en la responsabilidad del abogado, sólo en este caso se entiende que con el pago del daño moral el cliente se ve resarcido por la conducta negligente y por el incumplimiento contractual de la prestación de servicios.

En las otras relaciones contractuales de arrendamiento de servicios, el médico debe responder del importe de la restitución del coste de la operación, atendiendo a la edad del paciente y los perjuicios físicos y psicológicos. Para el caso de los intervinientes en la construcción, en el coste de la reparación de los vicios aparecidos dentro del plazo de garantía.

Cabe, pues, como Abogados, seguir siendo merecedores de esta diferente contemplación del punto de vista de la oportunidad malgastada por la falta de pericia, y este merecimiento sólo pasa por entender que nos obliga la diligencia, la prudencia, el estudio, la formación y la dedicación en una profesión que, al igual que la del médico, se contrata para la satisfacción de una pretensión que en muchos casos refleja una verdadera necesidad de la persona o entidad que decide acudir a la administración de justicia.

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Joaquim Marti

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